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El nido

junio de 2021

 

1

 

         Apenas cierro los ojos, la amenaza del sueño me domina. Quiero decir que, sin llegar a una arriesgada profundidad, en penumbra, una tensión me atrae y repite, fuera del espacio lúcido de las cosas, una intensa alucinación, lo mismo que pensaba pero en desorden, gobernando mi cerebro, conduciéndome por órbitas ajenas contra las que lucho, intento – vana revolución – destruir con una vigilia extenuada lo que pretende llevarme hasta el mismo corazón de la pesadilla.

 

         Ahí estás tú, sin nombre, sin edad, la semántica, los cruces ferroviarios, las montañas de Hodler, las dentaduras animales, los hornos microondas, los faros, la familia, el sexo. Ahí está el pasado o, mejor dicho, la estructura del tiempo de la que tanto dudamos, humo cubriendo el cielo de azul turbio, ambigüedad de los hechos y de los proyectos que amenazan las discutibles sendas de la voluntad. Me gustaría descubrir cuál es la sustancia de los sueños, de las pesadillas. Goya la mostró con maestría en los Disparates, Borges la explicó en sus Siete Noches y tantos otros en tantas obras la expresaron con formas estridentes o armoniosas, con alusiones o sin ellas, con vehemencia o con suma delicadeza; pienso en Rêve, tercer movimiento de la Première Suite d’Orchestre de Debussy del que Philippe Manoury dijo no ser aún de Debussy y en el  que para ser recordado encontramos a Parsifal (como Faulkner sin fortuna en Onetti y en otros hallamos a tantos otros) y que un autor calificó de «acuático», el agua y el sueño, ¿por qué no?, parece algo recurrente en la historia de la semejanza.

 

         Ahí están las palabras y las imágenes que difícilmente se corresponden con algo concreto, la lucha por salir y el deseo de regresar, los solitarios caminos de Schubert desprendiendo fundamento invernal y patrio, lo que veía Tranströmer atravesando el Báltico en la mirada de su abuelo, el «yo» que retrató a mi madre leyendo, los ojos fijos en la Madre muerta de Schiele.

        

         Mi voz se insinúa como esbozo mental, torpe y perdido de un hablar extraviado. El lenguaje va salpicado por la grasa del despertar; confuso, he pasado horas intentando abandonar el supuesto descanso, olvidando la mayoría de los significados. No sé quién me dicta, por qué me ha escogido y no a ti, para que luego me cuentes contrariada cómo pasó tu noche. Tú que duermes mal. Tú que estabas en mi sueño, sin consuelo, sin aceptar ayudas, en manos de lo conocido. Igual es la misma voz y deberíamos enlazar nuestras conversaciones a escala muy diferente de la habitual. Igual mi voz es la tuya y me sueñas al decirme lo terrible que son tus lunas (cito a Borges en El Otro: «El encuentro fue real, pero el otro conversó conmigo en un sueño y fue así que pudo olvidarme»).

 

         He de pintar – me propongo – los sueños, meterme de lleno en las imágenes que desafían la luz de la lámpara oculta, superficies ensombrecidas, lo más fielmente posible, estados que ningún fármaco consigue apaciguar. He de pintar dormido, pintar desde la pesadilla misma.

 

2

 

         Después de una siesta de una hora aproximadamente, me siento a escribir. El despertar ha sido doloroso. Esta vez el tiempo (lo llamamos profundo), ha dejado en mi consciencia un terreno casi virgen, momentos de escasa medida (sin sonido) y menos densidad.

 

         Mis intervenciones sobre tela suelen llevar poca carga de pintura, los brochazos son rítmicos, su vocación es la de tratar la superficie única, con alguna referencia que las nutra, aún pobremente, unión dentro de la estructura. La pintura actúa sobre sí misma, es inevitable formar parte de su historia; el trazo, los signos, el cruce de los sentidos, las composiciones oportunas según el planteamiento de abstractos enunciados.

 

         En los años ochenta, en Ginebra, empecé a dactilografiar sobre un trozo de tela y tuve la esperanza de haber resuelto un problema; la tradición me había escondido la sintaxis y me condenaba al desarrollo de la expresión cuyo fin sería a lo sumo la expresión independiente de cualquier otra expresión a pesar de que se asemejara a la mayoría de ellas. Desconfiaba de las pesadillas y aunque estas me acuciaban, no las podía utilizar porque aún no sabía lo que era un «tema». Sí sabía que Borges estaba enterrado cerca e iba a visitar su tumba, vestido de negro, él en el terminus de la vida y yo mirando aquella piedra tallada, cabecero de un lecho rodeado de brezo.

 

         En un intento por evocar sueños, miro el presente decisivo. Rememoro el atisbo de un cuerpo querido, escucho la voz de mi madre y la veo junto a un niño, susurrándole al oído lo mismo que me dijera apenas recién nacido. Un grito atroz repite cada día mi nombre, pronunciado por última vez, mi nombre que una noche desapareció para transformarse en un abismo. El pájaro que me agrede al salir de casa cada tarde. Esas realidades esperan agazapadas en lo vivido y pueden predecir nuestras metas; alimentos y vómitos, sin gran esfuerzo, ninguno de ellos servirá, lo dije antes, hay que pintar desde la madre, el grito, la gaviota.

 

3

 

         Me despiertan el sonido de los pájaros y un sol limpio y prometedor entre hojas de laurel que se proyectan en la ventana de mi dormitorio. Esos pájaros, sus cantos, me recuerdan a otros, los de Olivier Messiaen, saltando de tecla en tecla. Me despierto con música. Soy un privilegiado.

 

         Por entonces leía a Reverdy: «Le rêve est un jambon / Lourd / Qui pend au plafond».

 

         Algunas noches sueño con ciudades, con las que conocí y con la que habito y cuyas diferencias se dilucidan en los barrios del recuerdo; las alturas, las explanadas, la dureza de las calles, las bocas que las llevan lejos, sus acentos y la amistad, la que quedó en una estación de servicio periférica y las que se mantienen respetuosas a pesar de mis desequilibrios mentales. Mis amigos tienen paciencia, «nos apoyamos unos en otros» me dijo uno de ellos hace poco, nada que ver con la instigación que en ocasiones protagoniza el metraje de mi vida; no puedo confiar en la explicación de los sueños, estaría perdido, entrar en ese juego de adivinanzas sería un error.       

         Esta noche, a pesar de la fiebre, antes de los trinos, no he soñado o no lo tengo en cuenta: ejercicio que requiere de un instrumento óptico, de los sueños nos llegan las historias para ser analizadas con la precisión que solo una imposible lente nos puede otorgar; los sueños son eventos imprevistos de nuestros presagios, abominables ironías de una agotadora persecución.

 

Los pájaros.

 

         Me doy cuenta de la existencia de pesadillas en el mundo despierto, aunque matizando no las llamaría así. No hay actividad (o atrofia) mental en las catástrofes salvo a nivel jurídico cuando, tratándose de masacres y otros acontecimientos desastrosos, la atonía se instala. Nunca he querido negociar mis opiniones sobre la injusticia. El arte es una plataforma sobre la que miles de participantes se prestan al reconocimiento. Hay muchas definiciones de plataforma. Ninguna la asocia a la pesadilla.

 

La gaviota es real.

 

         Los nidos. He de mencionar los nidos. De Odilon Redon. Me pregunto si Redon pintó alguna vez un nido, pero nadie como él para desentrañar la forma de las primeras construcciones. Las gaviotas anidan en el tejado y me temen como enemigo, se protegen, paranoicas, de mis presuntos ataques. No quiero atacarlas solo suprimirlas de mi sueño y ellas a mí del suyo. En los de Odilon Redon los monstruos sonríen y las mujeres parecen esperar, las cosas son hermosas, del negro a la luz, pero no la que se enreda en los cantos, no, es una luz sin evidencia, la luz del nido.

 

         Hay algo triste en los nidos, algo deprimente. Del negro al movimiento van las imágenes de Joseph Losey en Eva. La oscuridad ocupa cada escena en una Venecia que nunca imaginé sin color. Dudo en exceso. Puede que sea esta la causa del temor que siento antes de acostarme. Me viene a la mente una escultura de Kiki Smith: El nido, fechada, creo, en 2016. Mañana, nada lo impedirá, lo consultaré.